A propósito de Excalibur. In memorian

Explicar la relación de afecto de las personas con los perros puede ser una tarea muy difícil, prácticamente imposible, porque se trata de un sentimiento.

Definir un sentimiento es como describir un color sin haberlo conocido. Un ciego de nacimiento puede reconocer infinitas formas con su privilegiado sentido del tacto, del oído, el olor y del gusto, pero nunca podría reconocer un color a través de los sentidos mencionados.

Explicar porqué se quiere a un perro, es una tarea comparable. La ceguera innata a este sentimiento, invalida en muchos casos todo esfuerzo en esta dirección.

Quizás la lealtad incondicional pudiera definir nuestro lazo ancestral con el perro, o su colaboración en muchas actividades del ser humano o simplemente la labor de única compañía para muchas personas enfermas de soledad.

Destacar la lealtad de este animal, a través de la cita de Hircano, el perro del rey Lisimaco, puede que no supere el rigor de la historia, pero echa raíces en el saber popular, de donde, con enorme maestría literaria, la extrajo Miguel de Cervantes para eternizarla en el diálogo entre Cipion y Berganza en “El coloquio de los perros”.

Contar con el beneplácito de la Historia y la Literatura probablemente no sea suficiente, ni siquiera válido para muchas personas, pero nos sirve al menos para saber que en otros tiempos y otras sociedades se reconocían determinados valores de los animales que hoy se banalizan, quizás por ignorancia, quizás por la rapidez que nos ha tocado vivir, o por la confirmación de estar sufriendo una deriva irreversible de nuestros sentimientos personales y colectivos.

Una sociedad que desprecia el valor de los afectos y los transforma en una realidad anodina, corre el peligro de transformar el sentido de la vida en una simple distancia por recorrer.

Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, narra el pensamiento de Teresa quien, muy apenada por la irreversible enfermedad de su perra Karenin, reflexiona sobre las consecuencias del avance del ejército ruso sobre Checoslovaquia y su efecto devastador sobre la población. Las tropas invasoras, para conseguir la sumisión del territorio invadido, buscaban aliados entre la población checa para perpetuar su dominio. ¿Quien podía colaborar en someter a su propio pueblo? Buscaron entre quienes necesitan, según sus propias palabras, vengarse de la vida por algún motivo. Una vez reclutados los traidores, necesitaban entrenarlos. Eligieron los animales y entre ellos los perros como blanco de su ira. Fueron miles de muertes como preámbulo de su verdadero objetivo: instaurar un régimen que pisoteara, una vez más en la historia, al ser humano, sus derechos y sus libertades.

En el marco de la primavera de Praga, Kundera, expresó uno de los pensamientos contemporáneos más claros acerca de la relación hombre – animal: La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales.

El ébola ha tocado a rebato, en una guerra en la cual, como si el conflicto entre la enfermedad y el ser humano no fuera suficiente, se pretende sumar al perro a las filas del enemigo, asumiendo una participación en la cadena epidemiológica, hasta hoy desconocida, pero de un peso suficiente para los defensores de la superioridad del ser humano sobre todo ser viviente.

La reflexión necesaria para defender la justificación del respeto por la vida de un perro, estalla contra el muro de la arbitrariedad, consolidado en una sociedad temerosa e insolidaria que argumenta su arenga en conceptos como la comparación entre la vida de un perro y de una persona, o el peligro que corre la humanidad si no enciende rápidamente la hoguera purificadora que reduzca a cenizas todo aquello que represente una amenaza para el bien común.

Llegados a este punto, y en pro de avanzar en la superación del prejuicio de la superioridad del hombre sobre los animales, sería conveniente definir el término especismo, entendido como “la discriminación contra aquellos que no pertenecen a una especie determinada”. Éste es el concepto clave para entender la nefastas consecuencias para los animales no humanos que caracterizan la relación de superioridad del hombre hacia los animales.

El hombre se autoconvence de su superioridad y derechos sobre todos los animales.

No le corresponde menos culpa en esta discriminación cuasi genocida sobre los animales, a la tradición judeo – cristiana y su afirmación bíblica de superioridad del hombre sobre todos los seres de la tierra, refiriéndose, claro está, a los animales.

Un poco de aire puro. Serían innumerables las citas y los autores que han desarrollado conceptos para defender la vida animal desde un punto de vista ético y moral.

Con su enumeración se asume el riesgo de omitir a muchos y muy importantes en esta materia, pero, para el lector interesado, destaca entre otros, al premio Nobel de la Paz 1952, Albert Schweitzer (1875 – 1965) y su REVERENCIA POR LA VIDA, como filosofía personal y el respeto por toda forma de vida como valor más alto de convivencia.

La evolución cultural del ser humano es única, innegable, maravillosa e irrepetible, pero debe ser encaminada al análisis reflexivo y sincero de su relación con TODOS los seres vivos para poder considerarla una ventaja evolutiva y no un argumento para situarse por encima de las demás especies.

Debe ser un atributo que garantice la convivencia, no un privilegio vital sobre seres desprotegidos, indefensos y carentes de un marco judicial propio, que abarque a todas y cada una de las especies que habitan el planeta.

El individualismo moral como concepto, permitiría tener como factor de justicia al individuo en sí y no a la especie a la que pertenece, de tal manera que conceptos como el derecho a la vida, la salud, la integridad física, los sentimientos, los juegos, la interrelación con otras especies, (Martha Nussbaum , filósofa contemporánea estadounidense) permitiera a los animales, como seres vulnerables acceder a una defensa jurídica real, propia y no derivada de su relación (de utilidad o propiedad) con el ser humano.

 A través de esta introducción pretendo NO CONDENAR AL OLVIDO,  sin fanatismos, sin prejuicios, sin apasionamientos,  la sentencia de muerte, inapelable e inmediata a la que fue condenado Excalibur, el perro de Teresa Romero, contagiada de Ébola en el desempeño de su trabajo.

Los argumentos sanitarios en pro del bien común se han usado para eutanasiar a un animal inocente, casi en el final de sus días, y que pertenecía, al menos en derechos a alguien que no podía decidir, debido a una urgencia vital como el estar contagiada, y sufriendo los síntomas de uno de los virus más letales que azotan a la sociedad del siglo XXI.

No pudo ser consultada, ni tampoco fueron agotados los mecanismos que hubieran podido determinar la presencia de tan letal virus en el organismo del condenado.

La dignidad no es un atributo único del ser humano. La moral y la ética de nuestra relación con los animales debe partir de reconocer su capacidad de sentir y sufrir. La capacidad sintiente (“sentir” dolor, “sentir” hambre, “sentir” frío) de la que hablan muchos filósofos, debería ser el eje sobre el que giraran nuestras decisiones y reflexiones sobre los animales.

Esgrimir la pancarta de “por el bien de la humanidad”, “primero el ser humano” o comparar el sentimiento por los animales y hacia las personas, es un ejercicio de demagogia y egoísmo que solo pretende justificar un despliegue de intolerancia y falta de solidaridad.

No son situaciones comparables ni excluyentes. Cada situación tiene un momento y un escenario, y defender un principio ético y moral como el derecho a la vida, no debería ser utilizado con el fin de justificar una acción a todas luces sin ninguna finalidad demostrable o de una justificación científica real. ¿En que ha cambiado la situación del ébola habiendo matado a Excalibur?, solo en dar un paso atrás en la convivencia respetuosa entre las personas, en los conocimientos científicos sobre la transmisión interespecies del virus y en generar una alarma social completamente injustificada.

Por último, debemos convenir que defender un perro no es cosa de “perroflautas”, ni de animalistas extremos, batir tambores en este sentido, también es un error, porque la defensa de la vida de un perro, es un sentimiento que recorre muchos segmentos de la sociedad, sensibilizando, en la mayoría de los casos, pero también indignando sobremanera por lo absurdo del daño cometido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Adrián Romairone
Naci en Mar del Plata, República Argentina, el 13 de julio de 1962. Desde el año 1988 vivo en España. Tengo tres grandes aficiones: leer, la fotografía y salir al campo. Me interesa mucho todo lo que esté relacionado con el origen del perro. Me preocupa el cambio climático.